Traducción de Eva Aladro
(Texto escrito en Marsella en 1941, publicado parcialmente en el número 4 de
"Cheval de Troie" en 1947, e íntegramente en "La Condition
Ouvrière", Gallimard, 1951).
Hay en el trabajo manual y en general en el trabajo práctico, que es
el trabajo propiamente dicho, un elemento irreductible de servidumbre que ni
la más perfecta equidad social podría borrar. Se trata del hecho de que este
trabajo está gobernado por la necesidad, no por la finalidad. Se lleva a cabo
por causa de una necesidad y no para obtener un bien; “porque hay que ganarse
la vida”, como dicen quienes pasan su existencia dentro de él. En él se
aporta un esfuerzo después del cual, a todas luces, no tendremos más que lo
que ahora tenemos. Sin ese esfuerzo, perderíamos lo que tenemos.
Pero en la naturaleza humana no existe otra fuente de energía para el
esfuerzo más que el deseo. Y al hombre no le es dado desear lo que ya tiene.
El deseo es una orientación, el comienzo del movimiento hacia algo. El
movimiento es hacia un punto donde no estamos. Si el movimiento, apenas
iniciado, vuelve sobre su punto de partida, daremos vueltas como una ardilla
en una jaula, como un condenado en una celda. Y dar vueltas y vueltas produce
rápidamente el hastío.
El hastío, el cansancio, el asco es la gran tentación de aquellos que
trabajan, sobre todo si están en condiciones inhumanas, e incluso cuando no
es así. A veces esta tentación se ceba más en los mejores.
Existir no es un fin para el hombre, sino solamente la base para todos los
bienes, verdaderos o falsos. Los bienes se añaden a la existencia. Cuando
éstos desaparecen, cuando la existencia no se adorna ya con ningún bien,
cuando está desnuda, no guarda ya relación alguna con él. Incluso es en sí
misma un mal. Y es en ese momento cuando la existencia ocupa el lugar de
todos los bienes ausentes, cuando se convierte ella misma en su único fin, su
único objeto de deseo. El deseo del alma se halla atado a un mal desnudo y
sin velo. El alma está entonces en el horror.
Ese horror es igual al del instante en que una violencia inminente va a
infligir la muerte. Ese momento de horror se prolongaba en la antiguedad toda
la vida para aquel hombre que, desarmado bajo la espada del vencedor, no era
ejecutado. A cambio de la vida que se le dejaba, se le obligaba a agotar su
energía en los esfuerzos de la esclavitud, todas las horas del día, todos los
días, sin poder esperar nada que no fuera no ser ejecutado o azotado. No
podía ya perseguir bien alguno más que la existencia. Los antiguos decían que
el día que les habían hecho esclavos les habían también quitado la mitad del
alma.
Pero toda condición en la que uno se encuentra necesariamente en la misma
situación el primer día que el último de un período de un mes, de un año, de
veinte años de esfuerzos, tiene un parecido con la esclavitud. El parecido
está en la imposibilidad de desear otra cosa que no sea lo que uno ya posee,
la imposibilidad de orientar el esfuerzo hacia la adquisición de un bien. Uno
hace los esfuerzos únicamente para seguir viviendo.
La unidad de tiempo en esa situación es la jornada. En ese espacio se dan
vueltas en círculo. En él se oscila entre el trabajo y el descanso como una
pelota que botara de un muro al de enfrente. Se trabaja solamente porque se
tiene necesidad de comer. Pero se come para poder continuar trabajando. Y
nuevamente se trabaja para comer.
Todo es intermediario en esa existencia, todo es medio, la finalidad no se
fija en ninguna parte. El objeto fabricado es un medio; será vendido. ¿Quién
puede poner en él su bien?. La materia, el útil de trabajo, el cuerpo del
trabajador, su misma alma, son medios para la fabricación. La necesidad está
en todas partes , el bien en ninguna.
No hay que buscar más causas a la desmoralización del pueblo. La causa está
ahí; es permanente; es esencial a la condición del trabajo. Hay que buscar
las causas que, en períodos anteriores, impidieron que la desmoralización se
produjera.
Una gran inercia moral, una gran fuerza física que haga el esfuerzo casi
insensible permiten soportar ese vacío. Si no es así, son necesarias
compensaciones.
Una compensación es la ambición de una condición social distinta para sí
mismo o para los hijos. Otra son los placeres fáciles y violentos,
compensación de la misma naturaleza; es el sueño en lugar de la ambición. El
domingo es el día en que se quiere olvidar que existe la necesidad de
trabajar. Para ello hay que gastar. Hay que vestirse como si no se trabajara.
Hay que obtener satisfacciones de la vanidad e ilusiones de potencia que la
licencia proporciona con gran facilidad. El exceso tiene exactamente la
función de un estupefaciente, y el uso de estupefacientes es una tentación
constante para aquellos que sufren. Finalmente, la revolución es también una
compensación de esta misma naturaleza; es la ambición transportada al
colectivo, la loca ambición de una ascensión de todos los trabajadores más
allá de la condición de trabajadores.
El sentimiento revolucionario es en principio para la mayoría una rebelión
contra la injusticia, pero rápidamente se convierte para muchos, como ha
ocurrido históricamente, en un imperialismo obrero totalmente análogo al
imperialismo nacional.
Tiene por objeto la dominación ilimitada de la humanidad entera y de todos
los aspectos de la vida humana por una cierta colectividad. El absurdo está
en que, en ese sueño, la dominación estaría en manos de aquellos que trabajan
y que por tanto no podrían entonces dominar.
En tanto que rebelión contra la injusticia social, la idea revolucionaria es
buena y sana. En tanto que rebelión contra la desgracia esencial a la
condición misma de los trabajadores, es una mentira. Porque ninguna
revolución abolirá esa desgracia. Pero esa mentira es la que juega un papel
mayor, pues esa desgracia esencial se siente más vivamente, más
profundamente, más dolorosamente que la injusticia misma.
Normalmente además ambas están confundidas. El nombre de opio del pueblo que
Marx aplicaba a la religión pudo convenirle siempre que ésta se traicionó a
sí misma, pero conviene esencialmente a la revolución. La esperanza de la
revolución es siempre un estupefaciente.
La revolución satisface al mismo tiempo esa necesidad de aventura, en tanto
que la cosa más opuesta a la necesidad, y que es también una reacción contra
la misma desgracia. La afición a las novelas y películas policíacas, la
tendencia a la criminalidad que aparece entre los adolescentes, corresponden
también a esa necesidad.
Los burgueses creyeron con mucho infantilismo que la receta adecuada
consistía en transmitir al pueblo la finalidad que gobierna su propia vida,
es decir la de la adquisición de dinero. Llegaron al límite posible en este
sentido con el trabajo a destajo y la extensión de las relaciones entre las
ciudades y el campo. Pero con ello sólo han conseguido llevar la
insatisfacción hasta un grado de exasperación peligroso. La causa es simple.
El dinero como fin de los deseos y los esfuerzos no puede contener en su
dominio las condiciones dentro de las cuales es imposible enriquecerse. Un
pequeño industrial, un pequeño comerciante, sí pueden enriquecerse y
convertirse en grandes industriales o grandes comerciantes. Un profesor, un
escritor, un ministro son
indistintamente ricos o pobres. Pero un obrero que se hace rico deja de ser
obrero, y lo mismo ocurre casi siempre con el campesino. Un obrero no puede
verse acicateado por el deseo de dinero sin desear con ello a la vez salir de
la condición obrera, sólo o con todos sus camaradas.
El universo en el que viven los trabajadores rechaza la finalidad. Es
imposible
que en él penetren los fines, si no es por muy breves períodos que
corresponden a situaciones excepcionales. El rápido crecimiento de nuevos
países como América y Rusia produce cambios sobre cambios a un ritmo tan
rápido que propone a todos casi a diario cosas nuevas que esperar, que
desear, que aguardar; esta fiebre de construcción ha sido el gran instrumento
de seducción del comunismo ruso, por efecto de una coincidencia, porque se
produjo por la situación económica del país y no por la revolución ni por la
doctrina marxista. Cuando se elaboran metafísicas a partir de esas
situaciones excepcionales, pasajeras y breves, como han hecho los americanos
y los rusos, esas metafísicas son mentira.
La familia proporciona fines en forma de hijos que educar. Pero a menos que
se espere para ellos una condición diferente -y por la naturaleza de las
cosas este tipo de ascensiones sociales son necesariamente excepcionales- el
espectáculo de niños condenados a la misma existencia no impide sentir
dolorosamente el vacío y el peso de dicha existencia.
Ese pesado vacío hace sufrir mucho. Es sentido incluso por muchos de aquellos
cuya cultura es nula y cuya inteligencia es débil. Aquellos que, por su
condición, no saben lo que es, no pueden juzgar equitativamente las acciones
de aquellos otros que lo soportan toda su vida. No provoca la muerte, pero es
quizás tan doloroso como el hambre. Quizás más aún. Quizás sería literalmente
cierto decir que el pan es menos necesario que el remedio a ese dolor.
No hay muchos remedios a escoger. Sólo existe uno. Una sola cosa hace
soportable la monotonía, y es una luz de eternidad; es la belleza.
Hay una sola circunstancia en la que la naturaleza humana soporta que el
deseo del alma se dirija no hacia lo que podría ser o a lo que será, sino
hacia aquello que es.
Ese caso es la belleza. Todo lo que es bello es objeto de deseo, pero no
deseamos que cambie, no deseamos que nada cambie, deseamos aquello tal como
es. Miramos con deseo el cielo estrellado de una noche clara, y cuando lo
hacemos lo que deseamos es únicamente el espectáculo que ya poseemos.
Ya que el pueblo está obligado a dirigir todo su deseo sobre lo que ya posee,
la belleza fue hecha para él y él para la belleza. La poesía es un lujo para
las otras condiciones sociales. Pero el pueblo tiene necesidad de poesía como
de pan. No de la poesía encerrada en palabras; ésta, por sí misma, no puede
serle de utilidad alguna.
Necesita que la substancia cotidiana de su vida sea ella misma poesía.
Una poesía así sólo puede tener una fuente. Esta fuente es Dios. Esta poesía
no puede ser más que religión. Ninguna falsedad, ningún procedimiento, ni
reforma, ni convulsión puede hacer penetrar la finalidad en el universo donde
los trabajadores están situados por su condición misma. Pero ese universo
puede ser todo entero supeditado al único fin que sea verdadero. Puede
suspenderse de Dios. La condición de los trabajadores es aquella en la que el
hambre de finalidad que constituye el ser mismo de todo hombre no puede ser satisfecha
si no es por Dios.
Ése es su privilegio. Son los únicos que poseen esto. En todas las demás
condiciones, sin excepción, los fines particulares surgen en la actividad. Y
no existe fin particular, ni siquiera la salud del alma o de muchas, que no pueda
hacer de pantalla y ocultar a Dios. Es preciso, a través del desprendimiento,
rasgar la pantalla y pasar a través de ella. Para los trabajadores no hay
pantalla alguna. Nada les separa de Dios.
Sólo tienen que levantar la cabeza.
Para ellos lo difícil es levantar la cabeza. No tienen, como es el caso para
todos los demás hombres, nada que les sobre y de lo que deban desembarazarse
con esfuerzo.
A los trabajadores les falta algo en cantidad. Les faltan intermediarios.
Cuando se les aconsejaba pensar en Dios y hacerle ofrenda de sus penas y
sufrimientos tampoco se estaba haciendo nada por ellos.
La gente va a las iglesias expresamente para rezar; sin embargo, sabemos que
no podrían hacerlo si no se proporcionara a su atención intermediarios que
sostengan la orientación hacia Dios. La arquitectura misma de la iglesia, las
imágenes de las que está llena, las palabras de la liturgia y de las
oraciones, los gestos rituales del sacerdote, son esos intermediarios. Cuando
fijamos la atención en ellos, ésta se halla orientada hacia Dios. ¡Cuánta
máyor aún es la necesidad de esos intermediarios en el lugar de trabajo,
donde uno va solamente para ganar su vida! Allí todo amarra el pensamiento a
la tierra.
Pero no podemos poner las imágenes religiosas en esos lugares y proponer a
los que trabajan que las miren. No podemos tampoco sugerirles que reciten
oraciones mientras trabajan. Los únicos objetos sensibles a los que pueden
prestar atención son los materiales, instrumentos y los gestos de su trabajo.
Si estos objetos mismos no se transforman en espejos de la luz, es imposible
que durante el trabajo la atención se oriente hacia la fuente de toda luz. No
hay necesidad más imperiosa que esta transformación.
Esta transformación sólo es posible si se encuentra en la materia, tal y como
se presenta al trabajo de los hombres, una propiedad reflectora. Porque no se
trata de fabricar ficciones o símbolos arbitrarios. La ficción, la
imaginación, la ensoñación están en el sitio más inadecuado para ellas cuando
ocupan el dominio de la verdad. Pero felizmente para nosotros hay una
propiedad reflectora en la materia. La materia es un espejo empañado por
nuestro aliento. Basta únicamente con limpiar el cristal y leer los símbolos
que están escritos en la materia para toda la eternidad.
El Evangelio contiene algunos. En una habitación, para pensar en la necesidad
de la muerte moral para un nuevo y verdadero nacimiento necesitamos leer o
repetirnos a nosotros mismos las palabras acerca de la semilla a la que sólo
la muerte hace fecunda. Pero el hombre que siembra puede, si lo quiere, poner
su atención en esa verdad sin la ayuda de ninguna palabra, a través de su
propio movimiento y del espectáculo del grano que se pierde dentro de la
tierra. Si no razona sobre la verdad, si solamente la contempla, la atención
que él pone en el desempeño de su tarea no se verá
trabada, sino llevada al grado más alto de intensidad. No en vano llamamos
atención religiosa a la plenitud de la atención. La plenitud de la atención
no es otra cosa que la oración.
Lo mismo ocurre con la separación del alma y de Cristo que seca el alma como
se seca el sarmiento que se cortó de la cepa. La poda de la viña dura días y
días en los grandes campos. Pero con ello hay allí también una verdad que
podemos ver durante días y días sin agotarla.
Sería fácil descubrir, inscritos para toda la eternidad en la naturaleza de
las cosas, muchos otros símbolos capaces de transfigurar no solamente el
trabajo en general, sino cada tarea en su singularidad. Cristo es la
serpiente de bronce a la que basta con mirar para escapar de la muerte. Pero
es preciso poder mirarle de modo totalmente ininterrumpido. Para eso es
preciso que las cosas sobre las cuales las necesidades y obligaciones de la
vida nos fuerzan a poner la mirada reflejen lo que ellas mismas nos impiden
mirar directamente. Sería muy chocante que una iglesia construída por mano
humana estuviera llena de símbolos y que el universo no estuviera
infinitamente lleno de ellos. Está infinitamente lleno. Hay que leerlos.
La imagen de la Cruz comparada con una balanza, en el himno del viernes
santo, podría ser una inspiración inagotable para todos los que trabajan
cargando pesos, manipulando palancas y cuya fatiga a la noche es por la
gravidez de las cosas. En una palanca, un peso considerable y cercano al
punto de apoyo puede ser levantado por un peso muy pequeño o débil colocado a
gran distancia del punto de apoyo. El cuerpo de Cristo era un peso muy débil,
pero por la distancia entre la tierra y el cielo hizo de contrapeso al
universo mismo. De un modo infinitamente diverso, pero lo suficientemente
análogo como para servir de imagen, quien trabaja, levanta cargas, mueve
palancas, tiene también que hacer contrapeso al universo con su débil cuerpo.
Esto es un esfuerzo inmenso, y a menudo el universo doblega al cuerpo y al
alma bajo el cansancio. Pero quien se suspenda del cielo hará fácilmente
contrapeso. Quien una sola vez haya percibido esta idea ya no podrá
distraerse por la fatiga, el hastío o el asco.
No podrá ya sino volver a ella de nuevo.
El sol y la savia vegetal hablan continuamente, en el campo, de lo más grande
que hay en el mundo. Nosotros no vivimos gracias a otra cosa que a la energía
solar; la comemos, y es ella la que nos mantiene en pie, la que mueve
nuestros músculos, la que corporalmente opera en nosotros todos nuestros
actos. Es quizás, bajo formas diversas, la única cosa en el universo que
constituye una fuerza antagónica a la gravedad; es ella la que sube a los
árboles, la que por nuestros brazos levanta los pesos, la que mueve nuestros
motores. Procede de una fuente inaccesible y a la que no podemos aproximarnos
ni siquiera un paso. Desciende continuamente sobre nosotros. Pero aunque nos
baña perpetuamente nosotros no podemos captarla. Sólo el principio vegetal de
la clorofila puede captarla para nosotros y hacerla nuestro alimento. Sólo
hace falta que la tierra esté convenientemente preparada por nuestros
esfuerzos; así, por la clorofila la energía solar se convierte en sólida y
entra en nosotros como pan, como vino, como aceite, como fruta. Todo el
trabajo del agricultor consiste en cuidar y en servir a esta virtud vegetal
que es una perfecta imagen de Cristo.
Las leyes de la mecánica, que derivan de la geometría y que dominan a
nuestras máquinas, contienen verdades sobrenaturales. La oscilación del
movimiento de alternancia es la imagen de la condición terrestre. Todo lo que
pertenece a las criaturas es limitado, excepto nuestro deseo, que es la marca
de nuestro orígen; y nuestras codicias, que nos hacen buscar aquí abajo lo
ilimitado, son por ello la única fuente para nosotros del error y del crímen.
Los bienes que las cosas contienen son finitos, los males también, y de modo
general una causa produce un efecto determinado solamente hasta un cierto
punto, más allá del cual, si continúa actuando, el efecto rebota. Es Dios
quien impone a todo un límite y quien encadena al mar. En Dios sólo existe un
acto eterno y sin cambio que vuelve sobre sí mismo y sólo se tiene a sí mismo
por objeto. En las criaturas sólo hay movimientos dirigidos hacia el
exterior, pero por el límite están obligados a rebotar; este movimiento de
rebote constante es un reflejo degradado de la orientación hacia sí mismo que
es exclusivamente divina. Esta ligazón tiene por imagen en nuestras máquinas
la relación del movimiento circular y del movimiento de alternancia. El
círculo es también el lugar de las medias proporcionales; para hallar de
manera totalmente rigurosa la media proporcional entre la unidad y un número
que no sea cuadrado no hay otro método que trazar un círculo. Los números
para los cuales no existe mediación alguna que los relacione naturalmente con
la unidad son imágenes de nuestra miseria; y el círculo que llega de fuera,
de un modo transcendente con relación al mundo de los números, a proporcionar
una mediación, es la imagen del único remedio para esa miseria. Estas
verdades y muchas otras están escritas en el simple espectáculo de una polea
que determina un movimiento oscilatorio; pueden leerse entre los
conocimientos geométricos muy elementales; el ritmo mismo del trabajo, que
corresponde a la oscilación, las hace sensibles al cuerpo; una vida humana es
un plazo bien breve para contemplarlas.
Podríamos encontrar muchos otros símbolos, algunos más íntimamente unidos al
comportamiento mismo de aquél que trabaja. A veces bastaría que el trabajador
extendiera su actitud ante el trabajo a todas las cosas sin excepción para
que poseyera la plenitud de la virtud. También hay símbolos que encontrar
para aquellos que tienen tareas prácticas diferentes al trabajo físico. Para
los contables pueden hallarse en las operaciones elementales de la
aritmética, para los cajeros en la institución de la moneda, y así
sucesivamente. La reserva es inagotable.
A partir de aquí podríamos hacer mucho. Transmitir a los adolescentes esas
grandes imágenes, ligadas a las nociones de ciencia elemental y de cultura
general, en los círculos de enseñanza. Proponerlas como temas para sus
fiestas, para sus tentativas teatrales. Instituir en torno a esas imágenes
nuevas fiestas, por ejemplo la víspera del gran día en que el joven
agricultor de catorce años va a trabajar solo por primera vez.
Hacer a través de estos medios que los hombres y las mujeres del pueblo vivan
perpetuamente bañados en una atmósfera de poesía sobrenatural; como en la
Edad Media; más que en la Edad Media, pues ¿por qué limitarse en la ambición
del bien?.
Así les evitaríamos el sentimiento de inferioridad intelectual tan frecuente
y a
veces tan doloroso, y también les proporcionaríamos la orgullosa seguridad
que sustituye a ese sentimiento, en ocasiones, tras un ligero contacto con
las cosas del espíritu. Los intelectuales, por su parte, podrían así evitar a
la vez el desdén injusto y la especie de deferencia no menos injusta que la
demagogia puso de moda hace algunos años en ciertos sectores. Unos y otros se
reunirían, sin desigualdad alguna, en el punto más alto, el de la plenitud de
la atención, que es la plenitud de oración. Al menos aquellos que pudieran
hacerlo. Los demás sabrían al menos que ese punto existe, y se representarían
la diversidad de caminos ascendentes, la cual a la vez que produce una
separación de los niveles inferiores no impide la igualdad, como hace la
falda de una montaña.
Los ejercicios en la escuela no tienen otro objetivo serio que no sea la
formación de la atención. La atención es la única facultad del alma que da
acceso a Dios. La gimnástica escolar ejercita una atención inferior
discursiva, la que razona; pero, llevada con un método conveniente, puede
preparar la aparición en el alma de otra atención, la más alta, la atención
intuitiva. La atención intuitiva en toda su pureza es la fuente única del
arte perfectamente bello, de los descubrimientos científicos verdaderamente
luminosos y nuevos, de la filosofía que se dirige verdaderamente a la
sabiduría, del amor al prójimo verdaderamente caritativo; y es ella la que,
vuelta hacia Dios, constituye la oración verdadera.
Igual que los símbolos permitirían labrar y segar pensando en Dios, un método
transformador de los ejercicios escolares en preparación para esta especie
superior de atención permitiría de modo único a un adolescente pensar en Dios
mientras resuelve un problema de geometría o una traducción del latín. Sin
ello el trabajo intelectual, bajo una máscara de libertad, es también él
mismo un trabajo servil.
Los que disfrutan del ocio necesitan, para llegar a la atención intuitiva,
ejercitar hasta el límite de sus capacidades las facultades de la
inteligencia discursiva; si no es así éstas son un obstáculo. Sobre todo para
aquellos cuya función social obliga a ejercitar estas facultades, no existe
sin duda otro camino que éste. Pero el obstáculo es débil y el ejercicio
puede reducirse a poca cosa para aquellos a quienes el cansancio de un largo
trabajo cotidiano paraliza casi totalmente las facultades intelectuales. Para
ellos, el trabajo mismo que causa esa parálisis, si es transformado en
poesía, es el camino que lleva a la atención intuitiva.
En nuestra sociedad la diferencia de formación produce, más que la diferencia
de riquezas, la ilusión de la desigualdad social. Marx, que se muestra
siempre enérgico cuando describe el mal más simple, condenó legítimamente
como una degradación la separación del trabajo manual y el trabajo
intelectual. Pero él no sabía que en todo dominio los contrarios hallan su
unidad en un plano trascendental para uno y otro. El punto de unión del
trabajo intelectual y del trabajo manual es la contemplación, que no es un
trabajo. En ninguna sociedad la persona que maneja una máquina puede ejercer
la misma especie de atención que la persona que resuelve un problema. Pero
uno y otro pueden, si lo desean igualmente y tienen un método, ejercitando
cada uno la especie de atención que constituye su dotación propia en la
sociedad, favorecer la aparición y el desarrollo de esa otra atención situada
por encima de toda obligación social, y que constituye una unión directa con
Dios.
Si los estudiantes, los jóvenes agricultores, los jóvenes obreros, se
representaran de un modo completamente preciso, tan preciso como los
engranajes de un mecanismo claramente comprendido, las diferentes funciones
sociales como constituyendo preparaciones igualmente eficaces para la
aparición en el alma de una misma facultad transcendente, que tiene un valor
único, la igualdad se convertiría en una cosa concreta.
Sería entonces a la vez un principio de justicia y de orden.
La representación completamente precisa del destino sobrenatural de cada
función social proporciona de modo único una norma a la voluntad de
reforma.Sólo ella permite definir la injusticia. De otro modo es inevitable
que nos equivoquemos, ya sea viendo como injusticias los sufrimientos
inscritos en la naturaleza de las cosas, ya sea atribuyendo a la condición
humana sufrimientos que son efecto de nuestros crímenes y que caen sobre
aquellos que no los merecen.
Una cierta subordinación y una cierta uniformidad son sufrimientos inscritos
en la esencia misma del trabajo y son inseparables de la vocación
sobrenatural que le corresponde. Esos sufrimientos no degradan. Todo lo demás
que se añade es injusto y degrada. Todo lo que impide que la poesía
cristalice en torno a esos sufrimientos es un crímen. Porque no basta con
reencontrar la fuente perdida de esa poesía, es necesario además que las
circunstancias mismas del trabajo la permitan existir. Si éstas son malas, la
matan.
Todas las cosas que están indisolublemente unidas al deseo o temor de un
cambio, a la orientación del pensamiento hacia el futuro, deberían ser
excluídas de una existencia esencialmente uniforme y que debe ser aceptada
como tal. En primer lugar el sufrimiento físico, excepto aquél que sea
manifiestamente inevitable por las necesidades del trabajo. Pues es imposible
sufrir sin con ello aspirar a un cambio. Las privaciones estarían en lugar
más adecuado en cualquier otra condición social que no fuera ésta. El
alimento, la vivienda, el descanso y el placer deben ser tales que una
jornada de trabajo tomada por sí sola esté normalmente desprovista de
sufrimiento físico. Por otro lado las cosas superfluas tampoco están en su
lugar en esa vida; porque el deseo de lo superfluo es por sí mismo ilimitado
e implica el deseo de un cambio de condición. Toda la publicidad, toda la
propaganda, tan variada en sus formas, que busca excitar el deseo de lo
superfluo en el campo y entre los obreros debe ser contemplada como un
crímen. Un individuo siempre puede salir de la condición obrera o campesina,
ya sea por una carencia radical de aptitud profesional, ya sea por la
posesión de aptitudes diferentes; pero para aquellos que están en esa
condición no debería existir cambio posible excepto el de un bienestar
estrictamente limitado a un bienestar considerable; no debería existir para
ellos ocasión alguna de temer caer bajo o de esperar llegar a más. La
seguridad debería ser mayor en esta condición que en cualquier otra. Por
tanto sería necesario que los azares de la oferta y la demanda no la
dominaran.
La arbitrariedad humana obliga al alma, sin que pueda defenderse, a temer y a
esperar. Por ello es preciso que esa arbitrariedad sea excluída del trabajo
en cuanto sea posible. En él la autoridad no debe estar presente más que allá
donde sea completamente imposible que esté ausente. Así la pequeña propiedad
campesina es más válida que la grande. Luego en todas partes donde la pequeña
sea posible, la grande constituye un mal. Igualmente la fabricación de piezas
en un pequeño taller artesano es más válida que la que se lleva a cabo a las
órdenes del capataz. Job alaba la muerte porque en ella el esclavo no oye ya
más la voz de su amo. Siempre que la voz que manda se hace oír cuando sería
posible sustituírla por el silencio de un acuerdo practicable, eso constituye
un mal.
Pero el peor atentado, que merecería quizás ser equiparado al crímen contra
el Espíritu, y que no tiene perdón si no fuera cometido probablemente por
inconscientes, es el atentado contra la atención de los trabajadores. Mata en
el alma la facultad que constituye en ella la raíz misma de toda vocación
sobrenatural. La baja especie de atención exigida por el trabajo taylorizado
no es compatible con ninguna otra, porque vacía el alma de todo cuanto no sea
la preocupación por la rapidez. Este género de trabajo no puede ser
transfigurado, es necesario suprimirlo.
Todos los problemas de la técnica y de la economía deben ser formulados en
función de una concepción de la mejor condición posible del trabajo. Una
concepción así es la primera de las normas; toda la sociedad debe estar
constituida desde el principio de tal manera que el trabajo no rebaje a
aquellos que lo desempeñan.
No basta con querer evitarles sufrimientos, es necesario querer su alegría.
No
placeres que se paguen, sino alegrías gratuítas que no contengan daño para el
espíritu de pobreza. La poesía sobrenatural que debería bañar toda su vida
debería también concentrarse en su estado puro, de vez en cuando, en fiestas
exhuberantes. Las fiestas son tan indispensables a esa existencia como lo son
los mojones kilométricos al ánimo del caminante. Viajes gratuítos y
laboriosos, parecidos al Tour de Francia de antaño, deberían calmar en su
juventud el hambre de ver y aprender. Todo debería disponerse para que nada
esencial les faltara. Los mejores de entre ellos deben poder poseer en su
vida misma la plenitud que los artistas buscan indirectamente por
intermediación de su arte. Si la vocación del hombre es alcanzar la pura
alegría a través del sufrimiento, ellos están mejor colocados que todos los
demás para satisfacerla de la manera más real.
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